Empezando esta aventura

EMPEZANDO ESTA AVENTURA

Por fin aquí está la sorpresita que os venía anunciando estos días.

Espero que este espacio llegue a ser un lugar de encuentro interactivo; ese libro de visitas; el diario de bitácora en el que también vosotros reflejéis libremente vuestras impresiones y emociones, y así nos enriquezcamos todos.

¡Ojalá que os guste! Irene

lunes, 7 de mayo de 2012

Emulando a Auster


Acabo de terminar de leer el Diario de invierno de Paul Auster. Es el primer libro que consigo acabar en meses. En mi mesilla de noche se amontonan exactamente treinta publicaciones. Poesía, novela, psicología, ensayo. Algunas de ellas las leí hace tiempo y me gusta tenerlas cerca, por lo que me resisto a subirlas a la biblioteca de la buhardilla. Son libros a los que vuelvo de vez en cuando para releer algunos pasajes al azar. Pero la mayoría de los que se acumulan son ejemplares que he comprado bien por impulso bien porque me los ha recomendado alguien y que una vez empezados no consiguen engancharme, porque simplemente no sintonizan con mi estado de ánimo o porque, seamos sinceros, no me gusta cómo están escritos.

Tuve una época hace un año en que leía bastante a Jorge Bucay. Desde el camino de la autodependencia hasta el camino de la espiritualidad, su estilo divertido y a la vez claro, me ayudó a entender mejor mi propio camino en esta vida. Bucay me descubrió a su vez a Osho, y esa es la razón por la que reposan unos junto a otros diversos libros de filosofía oriental como El libro tibetano de la vida y la muerte y El vagabundo de Gibran Khalil Gibran. Por contraponer un poco de ciencia de divulgación a tanta filosofía, apoyados junto a la pared, descansan el inmenso volumen de El viaje a las emociones de Eduardo Punset y El cerebro masculino, escrito por una neuróloga americana. También hay dos o tres libros en francés, para no perder la práctica con el idioma, y varios de poesía española contemporánea: Luis Alberto de Cuenca, García Montero, Gil de Biedma, Antonio de Villena.

Hace un año o algo más se marcó el comienzo de una nueva época en mi vida. El encuentro inesperado con mi espiritualidad. Dicen que todo está dentro de uno mismo y yo siempre he tenido un mundo interior muy rico, sin embargo, tuvo que ser una experiencia que en mi percepción fue externa, la que hiciera que ese mundo interior sufriera un vuelco para avanzar un paso más. No era algo que yo anduviera buscando y sin embargo, en aquella madrugada de febrero, en la que mi tristeza no podía ser mayor, se abrió la puerta de mi espíritu, sentí que me iluminaba, que me desaparecían todos los apegos y que me invadía la paz y la alegría.

Pero no es de esto sobre lo que quería escribir hoy, sino de libros, de historias que te marcan, de palabras encadenadas con tal maestría que te hacen olvidar quién eres.

Recuerdo el día que compré aquel ejemplar de El vagabundo. Tendría catorce años y estábamos en medio de uno de aquellos veranos eternos de cuando éramos estudiantes. Tres meses de inactividad intelectual que acababan haciéndoseme muy largos. Devoraba los libros que había en mi habitación, los del bibliobús y empezaba a hacer incursiones en la biblioteca de mi hermano. Pero aquella tarde de verano, no recuerdo si sola o acompañada, andaba dando vueltas por el Jumbo. Este era uno de los primeros hipermercados que se habían abierto en Madrid. Aquello era un nuevo concepto de tienda: una gran superficie, con aparcamiento subterráneo, línea de treinta cajas y carros enormes con asiento de bebés para que los fueras llenando con todos los productos que encontrabas en las interminables hileras de pasillos, incluidas aquellas cajas con doce litros de leche en Tetra-brick. Pero la novedad era que en la misma tienda se integraban alimentación envasada, productos frescos, droguería, artículos de decoración, ropa y calzado, juguetes…y libros. Así que seguramente mientras mi madre se perdía por aquellos largos pasillos en los que había tal cantidad de marcas de galletas

que su elección se hacía un reto, yo me quedaba zascandileando por la sección de libros. No solían ser ediciones cuidadas, sino de bolsillo. Ni siquiera los tenían expuestos en estanterías. Recuerdo aquellas mesas-cajón en las que se mezclaban, todos a cinco o diez duros, El lazarillo de Tormes, con los Cuentos de los hermanos Grimm, con un libro de recetas de cocina. Allí fue donde nos encontramos. Me llamó la atención el título: El vagabundo, seguramente porque me identificaba con él, ya que siempre me he sentido un poco vagabunda en esta vida. Después me hizo gracia el nombre del autor, porque era capicúa. Tal era mi indolencia que me dejaba llevar por la sonoridad de los nombres y cosas así. La portada en tapas blandas tenía una ilustración, nunca supe qué representaba, en colores amarillo, rojo y azul. Espantosa. Lo abrí y entre aquellas páginas de papel de baja calidad, medio anaranjado, en unas letras de imprenta de esas que son medio borrosas, leí uno de los primeros cuentos, y decidí comprarlo.

Siempre he sido así de impulsiva a la hora de comprar libros. Igual voy con una idea, pero ojeando por la librería, un título, un nombre o una reseña llaman mi atención y no dudo en llevármelo. Muchas veces me he equivocado, pero otras, como con El vagabundo, he descubierto pequeñas joyas. Por un impulso también descubrí a Juan Bonilla o más recientemente a Eudora Welty.

La mayoría de mis libros se quedaron en la casa donde vivía antes de divorciarme y cuando la vendimos, encontraron acomodo en la biblioteca del nuevo salón de mi ex. Algunos de esos libros (pocos) no me gustaron, o los dejé a medias, y otros que adoré, sin embargo no volvería a leerlos. Pero a pesar de ello, no puedo evitar una punzada de rabia cada vez que voy allí y los veo convertidos en objeto de decoración. Porque para mí son páginas y páginas de palabra tras palabra, historias que alguien inventó y que llenaron horas y horas de mi vida, sumergida en otras vidas. Así que son una parte de mí que se ha quedado ahí, en una casa desconocida de alguien que cada vez me resulta más ajeno.

Es cierto que nunca me ha negado que me lleve lo que quiera, y también es cierto que alguna vez, a hurtadillas, mientras esperaba a que los niños bajasen a verme, me he guardado en el bolso algún libro que de repente he descubierto y que me decía ¡llévame contigo!

La conclusión es que en esta casa tengo pocos libros, pero casi todos me gustan, porque me voy trayendo poco a poco “los imprescindibes”. Así, y quitando a muchos clásicos, que se los dejo a los niños en casa de su padre, están conmigo Platón y sus Diálogos, Neruda, Machado y García Montero, Amélie Nothomb y Lucía Etxebarría, Rilke, Kafka, Pérez-Reverte, Cela y Vasco Pratolini, Saramago, Pamuk, Antonio Tabucchi y por supuesto mi adorado Auster.

A todos ellos los admiro. Al que no es por sus historias inolvidables, será por la sonoridad de sus palabras o por el ritmo de sus versos o por la credibilidad de sus personajes. Sinceramente, me gustaría escribir la mitad de la mitad de bien que cualquiera de ellos.

“En cierto momento, algo empezó a abrirse en tu interior, te encontraste cayendo por la fisura entre el mundo y la palabra, el abismo que separa la existencia humana de nuestra capacidad para entender o expresar la verdad de la vida”. “El acto de escribir empieza en el cuerpo, es música corporal, y aunque las palabras tienen significado, pueden a veces tener significado, es en la música de las palabras donde arrancan los significados” (Auster. Diario de invierno 2012)

A él las palabras dice que le vienen andando. A mí conduciendo. Cuando voy sola en el coche, sin música, silencio total para oír las palabras que van apareciendo en mi cabeza. A menudo diálogos imaginados con personas que conozco, pero que en realidad no son ellas, sino quienes yo quiero que sean, diciendo las palabras que yo quiero oír. Imagino situaciones imposibles: a veces un intercambio romántico con alguien que en absoluto lo es, o una discusión con mi madre en la que le digo cosas que jamás me atrevería a decirle, o modifico y mejoro conversaciones reales, completándolas con frases más sonoras, más acabadas, más literarias.

El viaje diario entre Boadilla y el centro de Madrid es uno de esos momentos. A las nueve de la mañana, cuando voy a trabajar, suele haber mucho tráfico y el trayecto puede durar una hora. A veces pongo la radio, por saber si ha pasado algo grave en el mundo, pero a esa hora los noticieros son muy rápidos y empiezan las tertulias políticas que, no sólo me aburren soberanamente, sino que puedes estar sin oírlas un mes y cuando vuelves a escucharlas, parece que hubieras retomado la última, porque siempre hablan los mismos y de lo mismo: la crisis, el paro, la situación económica, la corrupción política. Entonces desconecto todo sonido para empezar a escucharme a mí misma. Y supongo que entro en ese abismo que menciona Auster en el que en un lado está mi existencia humana, la real, la Irene que conduce un coche, que va a trabajar, que tiene dos hijos y un cáncer, y en otro mi capacidad para entender o expresar la verdad de la vida, lo que escribo, lo que imagino, lo que interpreto y luego se transforma en palabras mejor o peor encadenadas, con más o menos música y por tanto, con mayor o menor significado.

El trayecto de vuelta suelo hacerlo a primera hora de la tarde. Tantas veces he hecho ese recorrido en los últimos trece años que el coche se sabe solo el camino y ahora que lo pienso, no me extraña que nunca sepa indicar a los amigos que vienen a casa el número de la salida de la M40 que tienen que coger. Creo que nunca me he fijado en ese detalle porque siempre voy pensando en mis historias.

Leer, imaginar, escribir; escribir, leer, imaginar; imaginar, leer, escribir. Toda combinación es posible, como posible es aún mi sueño adolescente de ser escritora.

Irene

7 de mayo de 2012

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