Clara estaba sentada en la butaca de la sala grande. Su mirada se perdía tras el ventanal más allá de las calles mojadas de Granollers.
Las tardes de lluvia los clientes se hacían más perezosos. Su mente divagaba entre aquella fatídica noche en que la bajaron del furgón y el dilema de la cena para su hijo Nicolás: tortilla o espaguetis. La conversación con las otras chicas a veces le resultaba insoportable.
Se oyeron voces en el corredor. Una grave, varonil, intercambiaba cortas frases con la más aguda de Flora, la jefa.
- Sí, no soy de aquí, estoy de paso.
- Está bien que después de un duro día de trabajo se haya animado a venir. Enseguida le presentaré a Clara. Estoy segura de que le va a encantar.
- No soy un hombre de gustos raros, mientras la chica sea educada y limpia…
- Por favor, ¡no me ofenda! Todas nuestras chicas han estudiado en la Universidad y pasan revisiones médicas con asiduidad. Puede estar usted tranquilo de que todo irá bien.
- Perdone, no quería molestarla…bueno, pues…¿dónde está Clara?
A medida que la puerta de la sala se iba abriendo, Clara se incorporó para recibir a su cliente.
Tenía un cuerpo de escándalo apenas tapado por un culotte de encaje negro y una blusa de gasa semitransparente. Subida a los tacones de aguja de quince centímetros, sus piernas se hacían kilométricas y para mantener mejor el equilibrio, las separaba ligeramente y curvaba la espalda, de manera que su culo, firme y redondo, parecía aún más respingón e invitador. A través de la blusa se entreveían dos pechos no excesivamente grandes, pero con unos pezones oscuros que apuntaban hacia el frente. Los rasgos de su cara, típicamente eslavos, quedaban enmarcados por una sexy melena pelirroja estilo bob.
El hombre que tenía enfrente era atractivo. Alto, corpulento, con facciones duras y cara de cansancio. Llevaba traje y corbata de Massimo Dutti y tenía aspecto de jefe de ventas de alguna empresa de electrodomésticos, o de relojes. Le calculó unos cuarenta años, mujer y dos niñas preciosas en Madrid.
Disfrutaba del primer momento con un cliente nuevo. Comprobar una vez más cómo los ojos se desplazaban de arriba abajo y la mirada, sin saber bien en qué parte de su cuerpo posarse, se iba avivando hasta que afloraba el brillo del deseo. Ese deseo inmediato y urgente que se hacía notar también bajo el pantalón.
Se acercó lentamente hacia él, sonriendo y mirándole provocativamente a los ojos.
- Clara, el señor ha tenido un día complicado y desea un masaje relajante de una hora.
Con ese dato, Clara le hizo un gesto para que la siguiera a lo largo del pasillo que se descubría al fondo de la sala. Una hora de masaje relajante significaba que al caballero acababan de cargarle en la tarjeta de crédito trescientos euros que le darían derecho a satisfacer sus instintos más salvajes dejando fuera cualquier práctica sado que pudiera dejar marcas en su cuerpo.
Clara avanzó contoneándose hasta la tercera puerta de la izquierda. El hombre caminaba detrás sin poder apartar los ojos de su culo. En cuanto abrió la puerta él se abalanzó sobre ella, apoyándola contra la pared. Sus manos fueron directamente a los pechos de Clara, apretándolos, sopesándolos y atrapando los pezones entre sus dedos. La besaba en la boca con avidez, su lengua la invadía sin apenas dejarla respirar, mientras su cuerpo se restregaba contra el suyo, con una enorme erección que la presionaba el pubis. Estaba acostumbrada a esos ataques de deseo, pero aquel hombre tenía algo que la hacía excitarse.
Empezó ella también a sentir su pasión y mientras le devolvía los besos, le fue ayudando a despojarse de la chaqueta y la corbata. El mientras tanto recorría con las manos cada centímetro de sus costados, las bajó hasta las caderas y comenzó a acariciarle las nalgas por encima de las braguitas, suavemente, en movimientos circulares y atrayéndola hacia él, para que sintiera aún más fuerte cómo su pene hacía esfuerzos por liberarse del pantalón y abrirse paso hacia ella.
Sin dejar de besarse, fueron dando pasos cortos hacia la gran cama que había a su derecha. Ella cayó de espaldas y él aprovechó ese momento para quitarse los zapatos y en un hábil gesto sacarse calcetines, pantalón y boxers de una vez.
- ¿Te gusta lo que ves?
Ante ella el hombre se mostraba en toda su plenitud. Tenía una erección poderosa, grande, firme, larga. Ella asintió con la cabeza.
- Quiero que me la chupes.
Y se acercó al borde de la cama. Ella se había sentado y su miembro le llegaba justamente a la altura de la boca. Alzó sus ojos hasta los de aquel hombre y con una mirada lasciva entreabrió la boca, para luego morderse suavemente el labio inferior y mostrarle la punta de su lengua sobre los dientes. Aquel gesto de zorra era infalible. El hombre cerró los ojos, inclinó suavemente su cabeza hacia atrás y con las manos la agarró del pelo atraiéndola hacia él.
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